Se plantó decidido frente a la puerta, lo vio echar mano a su cintura donde descansaba el puñal. El
terror se pintó en sus ojos, sabía que su hora había llegado.
—¡No Rosendo!— clamó la mujer— piensa en los chicos.
La miró de soslayo, dura la expresión de su rostro, fue
sacando de a poco de su funda el cuchillo donde reverberaban los rayos del sol
en un arco iris de muerte…
Rosendo no era hombre de echarse atrás, avanzó hacia
él, los niños lloraban, la mujer lo tomó de la manga rogando que deponga su
actitud.
Él volteó la mirada hacia el rincón donde las
criaturas lloraban.
Lo pensó…
Miró a su mujer y asintió con la cabeza. Guardó el
puñal y sin decir palabra partió muy molesto a tomar unas copas.
El pequeño cerdo supo que se había salvado.
La gallina bataraza no tuvo la misma suerte, sus
polluelos ya estaban grandecitos como para arreglarse solos.
Durante la cena nadie habló…