lunes, 21 de septiembre de 2015

Enajenada.

Hoy quiero publicar este regalo de mi querida amiga Eva Franco de Venezuela.




—Que bella estás, mamá…
Lo dijo con una  sonrisa, pero su corazón sucumbía al dolor. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Su juventud se marchitó con los años, mientras que mamá muy coqueta reía.
No pasó mucho tiempo desde que nació, cuando ella comenzó con sus visiones, producto de la bebida, Agustín, su padre, trato de ayudarla, Aurelia no aceptaba, para ella su belleza era imperecedera. Disfrutaba que los hombres la colmen de halagos, se sentía una diosa; El pobre Agustín debió soportar ver a su esposa  coquetear con extraños, algunos notaron que no estaba bien de la cabeza. Otros no se preocuparon y se aprovecharon de la situación, mientras Carlisa crecía viendo a su madre vilipendiada y mal vista por todos.
Carlisa cumplió 15 años, ese es un recuerdo triste. Toda la familia estaba reunida, sólo faltó su madre. Agustín no lo pudo soportar y puso distancia entre ellos, por varios años no volvió a saber de su padre. Aurelia no se dio por enterada, continuó con  sus desvaríos, aunque ya los hombres no se acercaban a ella. “La loca” se hizo muy conocida, atormentada por las arrugas que cada vez se hacían más notorias en su rostro, cayó en una fuerte depresión, mientras Carlisa hacía lo imposible por salvarla.
El médico diagnosticó demencia. Tras una larga internación y muy medicada volvió al hogar. Carlisa vio como los años se acumulaban en su soledad, alternaba entre su trabajo y el cuidado de su madre. Dos mujeres solas en la casona gris.
Alguien llamó para decirle  que Agustín ya no estaba más, su cuerpo no resistió la dura enfermedad, quien vivió con él sus últimos años creyó conveniente que su hija lo sepa, no tuvieron hijos, ella era estéril, Carlisa estaba por cumplir 28 años, Aurelia había mejorado pero su mente ya no razonaba; cual una criatura disfrutaba los pequeños halagos de su hija, que envejecida continuaba a su lado.
  ¿Cómo estoy Hija?—la pregunta es obvia…
—Estás muy bella mamá… —sin embargo, la mujer se quedó con su mirada perdida, tal vez, buscando el significado de esa palabra. Al no encontrarlo, se levantó y buscó sus recuerdos en el reflejo de un espejo, y al ver las huellas del tiempo aparecidas en su rostro.
Aurelia se enfureció, no aceptaba que aquella mujer que la veía con un rostro envejecido le cuestionara su olvido, su apariencia, y hasta sus lágrimas. Su enojo la llevó a romper el cristal de aquel espejo, que pedazo a pedazo se llevaba lo que quedaba de ella.
El médico confirmó lo que tanto temía, ya no solamente era la demencia causada por su alcoholismo, ahora por su edad,  el alzhéimer se hacía presente, complicando su cuadro mental, y en consecuencia la vida con la hija que ya no podía reconocer; Carlisa.
Una mañana, en medio de su confusión, miró fijamente a su hija, expresándole su rencor por quitarle el amor de su esposo Agustín. Fue justo en ese momento, que Carlisa comenzó a comprender, lo que podría haber sido, el detonante de su enfermedad; tomar para olvidar.
Carlisa dejó a su madre en el jardín, para buscar libremente en su habitación alguna pista de la posible traición del que fue su padre. Más jamás pensó, encontrar un retazo de su propia vida, escondida entre papeles viejos y amarillentos, ocultos en lo alto del closet. Allí aparecía una foto de una mujer igual a ella, abrazada a su padre. Asimismo, se encontraba un pedazo de periódico, donde aparecía un reportaje de  prensa que hablaba de los restos de una mujer desnuda que había sido mutilada, y encontrada en el bosque del condado.  También se encontraban recortes de noticias de farándula, donde aparecía su madre, presentándose en grandes escenarios. En una de ellas hablaban del declive de una gran diva del teatro: Aurelia Pernía, una estrella atrapada en el alcohol.
La joven tomó los papeles, y desde la ventana veía a su madre, congelada en el tiempo, o perdida de alguno de sus desvaríos. ¡De pronto! la observó cómo caminaba hacia uno de sus rosales preferidos, era el único lugar que la tranquilizaba. Carlisa se aproximó a ella y le pasó la manguera para motivarla a regar las flores. Aurelia tomó la manguera con dificultad, pero luego de rociar las flores, comenzó a reírse sin control, provocando que se orinara; ya eso se había hecho frecuente en el estado de su demencia. Carlisa se la llevó con mucha dificultad adentro de la casa para asearla y vestirla nuevamente con sus mejores trajes; eso la hacía sentir bien. No sin antes que ella le dijera:
      Mañana despertará la rosa…
Carlisa, no comprendió las palabras de su madre, pero era obvio, que necesitaba ayuda, o nuevos sedantes, por lo que decidió llamar al médico. El Dr. se había enamorado de ella, pero sus dudas, de las posibilidades de heredar la enfermedad de su madre, a pesar que tenía presente las palabras de su papá, la atormentaban, lo que hicieron de ella, una mujer solitaria. Ella también se negaba internarla, vivía buscando una justificación de la autodestrucción de su madre, que también llevó a la muerte de su padre. Comprender que fue una gran y hermosa actriz que había sido engañada por su esposo, era lo único que tenía, por lo que necesitaba más, para justificar su sacrificio. Fue cuando el médico, al ver cómo se marchitaba prematuramente, atrapada en la vida de su madre, la medicó nuevamente para buscar sedarla en esas noches de intranquilidad, propias de su estado.
Esa noche Carlisa la vistió con sus mejores galas, le preparó una gran cena con música de su época, y le hizo sentir que la recibió como una gran estrella. Ya ella  no la reconocía,  solo la confundía por instantes, con aquella mujer. Aurelia se paró frente a ella e interpretó algo que parecía un monologo, pero invadida por su emoción, comenzó a destruir cosas y rasgarse su hermoso vestido, al sentir que había perdido el control de las necesidades de su cuerpo. Su desesperación la hizo sentirse sucia, y con sus manos ensució todo lo que podía tocar, incluyendo a Carlisa, que la sujetaba con fuerza. Como pudo, logró suministrarle el medicamento, y ya calmada, la logró llevar a la habitación, donde la cambió con lágrimas en sus ojos, que con su mirada fija imploraban piedad. Allí la dejó, durmiendo, luego de acariciar su cabello cubierto de las cenizas del tiempo. Colocó los medicamentos en la cómoda, y se marchó. Después de todo, a pesar del mal momento, esa noche dormiría.
Al amanecer, Aurelia dormía en paz, con una hermosa sonrisa dibujada en su rostro, y junto a ella, algunas pastillas regadas sobre su pijama, pero con sus manos llenas de barro. Era obvio lo que había ocurrido, por lo que no quedaba más que cubrir su cuerpo cansado, y suspendido por siempre en algún recuerdo.
Fue un acto sencillo, pocas personas acompañaron a Carlisa, el médico estaba junto a ella, y a partir de ese día, se escribía una nueva historia para ellas, aún ensombrecida por un pasado llenos de dudas. Sólo le quedaban aquellas fotos, los recortes de prensa, y algunas palabras dichas por su padre y su madre. Fue cuando recordó el jardín de ella, por lo que sintió la necesidad de regarlo en su memoria. Sin embargo, todo se develó.
La tierra estaba movida, se encontraban rasgos de que habían escarbado en el lugar. Ella siguió buscando entre la tierra, y logró encontrar algunas prendas de mujer, lo que provocó que su cuerpo se estremeciera. A las horas llegó la policía, y localizaron restos de un cuerpo, y el arma que causó la muerte de la mujer encontrada años atrás en el bosque. En definitiva, aquella mujer de la foto era su madre, desaparecida desde aquella noche que Aurelia los encontró juntos, y también había descubierto que tenían una hija.

Al desaparecer ella, Augusto se la trajo a Aurelia, quien terminó criando a la hija que era fruto de aquella traición, y el ser que más la amó...


                            Eva Franco.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Amanecer











Se arrebujó entre las sábanas que cubrían su desnudez, mientras él se vestía para salir. Ya el sol estaba alto; la dejaba sola tras una noche de pasión. Se marchaba sin más.
No quería que viera sus lágrimas. Escondió su cara en la almohada, él saludó con la mano y cerró tras de si la puerta. Se tapó la cabeza y quedó adormilada.
—¡Despierta dormilona!—. Se sobresaltó, abrió los ojos y allí estaba él, con el desayuno en una bandeja, el aroma de las tostadas  excitaba sus sentidos.
Sonriente la depositó sobre su regazo con un mohín gracioso y reverencia. Esta vez las lágrimas que asomaron no eran de tristeza, acompañaban una sonrisa.

El detalle del pimpollo de rosa iluminó su mirada.